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Déspotas e Intelectuales
Por Pedro Corzo*

No hay dudas que a través de los tiempos ciertos intelectuales han padecido de una fatal atracción por los déspotas. Los intelectuales, que supuestamente son más cultos, sensibles e ilustrados que el resto de los mortales, que disfrutan de un mayor discernimiento sobre el hacer y pensar humano son proclives, en muchos casos, y como cualquier otro hijo de vecino, a ser magnetizados y seducidos por los tiranos, y cuando esto sucede sólo tienen ojos y oídos para quien ejecuta la fuerza y no para quien libera y cultiva el pensamiento en oposición a la autocracia.

Esto nos obliga a pensar que la real o supuesta inteligencia del intelectual, junto a la elevación de espíritu que le atribuimos no debe hacernos suponer que todos poseen un elemental sentido de la justicia o capacidad para un análisis realista de unas circunstancias determinadas, tampoco la necesaria comprensión de la condición humana, y menos aún que posean el más privilegiado de los sentidos: el sentido común.

Pero, sin dudas, de todos los especimenes que forman el tejido social es el intelectual, militante o contestatario, el que más arriesga y pierde llegado el caso ante un gobierno de fuerza o de voluntades sin fronteras. El creador, no importa lo que haga, esté en torre de marfil y atmósfera aséptica, dictando ukases contra el pensamiento, refugiado en un oscuro cuartucho o en una inmunda celda estará perdiendo libertades a un ritmo superior al de cualquier otro ciudadano.

Sus libertades para asociarse, debatir, expresarse y cuestionar serán cercenadas. Su arte, sin distinción de formas de expresión quedará encasillado como agresiva fiera que sólo podrá actuar en la forma y el tiempo que el entrenador disponga. La libertad de crear se extinguirá. Pero también su libertad de aprehender, de hacer crecer los horizontes y el jugar con los demiurgos de su propia imaginación de igual forma serán anuladas.

El intelectual que acata una doctrina se transforma en un idiota con computadora, en reproductor de consignas, en espantapájaros de sus quimeras, y en el mejor de los casos fiscal y juez del pensamiento ajeno y a veces en verdugo. Al que proteste, al que rechace el dogma, le espera la oscuridad, el destierro, la cárcel y ¿por qué no? la muerte como creador y hombre. En un régimen de fuerza con fundamentación ideológica el intelectual corporativo se auto somete a un maniqueísmo aberrante. Está en la obligación de crear para los objetivos que establezca el Estado y el Partido, porque ambas expresiones llegan a convertirse en una unidad indivisible.

El intelectual en su comunión con el poder se masifica y pierde la individualidad que le distingue, su expresión, plástica o literaria es afectada por su dependencia de la voluntad que le domina. La capacidad creativa por grande que sea se autocensura, los privilegios que detenta o los miedos que padecen le imponen limites que tienden a satisfacer al Señor que le protege. Es doloroso y frustrante contemplar la relación entre un creador cómplice, un individuo que supuestamente ha logrado depurar su conciencia y sensibilizar su espíritu con el estado-gobierno depredador al que se somete.

Siempre me ha llamado la atención la especial relación de muchos creadores abstractos con el Déspota, se aprecia que entre muchos escritores de letras confusas y trazos incomprensibles para el común de los mortales hay un hechizo particular, una única devoción por el hombre de hierro o la ideología sectaria y excluyente. Mi percepción, insisto, es que el “pensador” del mensaje oscuro, difícil, que se caracteriza por ser críptico, enrevesado, contradictorio es más propenso a servir a los déspotas o aproximarse a las utopías mas delirantes.

¿Cuál es el motivo de que muchos de los que crean para las edites, asuman conductas propias de la masa informe y coloidal ante el poder? Es una interrogante digna para los psicólogos más avezados. Por qué el creador que se identifica con una dictadura sufre una especie de embeleso, de enamoramiento político que le convierte en objeto de una seducción donde los sentimientos más telúricos y arcaicos se imponen al raciocinio.

Por lo regular el intelectual es un individuo que huye de los compromisos. Su libertad de hacer y pensar son los pasaportes imprescindibles de su espíritu. Son iconoclastas, contestatarios y destructores de esquemas. Sin embargo, al parecer, en la condición del titulado creador orgánico hay un recóndito receptáculo que atesora un primitivismo vulgar y cruel. Un sitio donde tempestuosas pasiones aguardan por alguien que, al tensarlas, les provoque reacciones que obnubilaran su conciencia crítica.

El intelectual, sin relación con su talento, no esta exento de ser fácil presa de promesas e inclinado a los sueños y utopías mas quiméricas. Por eso, a pesar de sus cualidades creativas, cuando se identifica con una causa padece síntomas de una especie de agudo enamoramiento. Asume una condición pasiva, de comprensión y apoyo en tanto y en cuanto le dure la pasión. Un intelectual “enamorado”, no importa de qué o de quién, se puede transformar en un ser ruin, preñado de vilezas y sin autoestima alguna, en una palabra, convertirse en el ente más primitivos de la creación con toda la brutalidad que esto implica, sin que le falte el genio o el encanto de su arte.

Probablemente, desde los orígenes de la civilización, cuando los Brujos nos sometían con conjuros para la conveniencia del Cacique, hasta el fin de la especie existan intelectuales subyugados por la fuerza, atraídos por una imagen mesiánica que les impida el conflicto de la duda. Pueden ser inteligentes, brillantes, capaces de imponer pautas y escuelas en su creación y en la historia. Como ejemplos: Ezra Pound, un defensor acérrimo del fascismo; Pablo Neruda, bardo del estalinismo más frenético. Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez escritores de notable talento pero firmes alabarderos del castrismo o simples jenízaros de pluma robada como Luís Pavón Tamayo, Jorge Serguera, Alfredo Guevara y Roberto Fernández Retamar. Todos adoradores de un Dios y un Olimpo que no dudaría en desencadenar sobre ellos toda la furia del infierno, si esto le beneficiara.

Estos individuos, y muchos más que harían agotadora esta lectura, parecen encontrar en su conversión las fuerzas que les faltan, en la nueva fe, la paz y la seguridad de la que siempre habían renegado. El dogma que dicen defender, es la religión inmutable e imperecedera que siempre rechazaron. Y el líder es el Dios todopoderoso que les ofrece certidumbre y les garantiza la posteridad. Sirviendo al Dogma y su Patrón se están sirviendo a ellos mismos.


*Periodista, documentalista, escritor. Ex-preso político en Cuba.


Fuente: www.cubalibredigital.com