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En marzo como en enero.

Por Iria González-Rodiles*

“¡Batistianos!”, gritó Dalita cuando emprendieron la golpiza contra su novio en plena calle habanera.

Al unísono, un pedrusco surcó el espacio que mediaba entre ella y el carro patrullero. Dalita dio en el blanco: hizo añicos el parabrisas del auto policial.

Tanto se sorprendió la gendarmería, ante la reacción de la muchacha, que dejó de pegarle al joven rockero. Y no era para menos la perplejidad de los agentes. No tanto por la voladura del cristal, sino por el apelativo: batistianos.

¿Acaso esa jovencita rebelde y extravagante –rockera al fin— ignoraba que ellos eran miembros de la Policía Nacional Revolucionaria, heredera del Ejército Rebelde, aunque sus uniformes ya no fueran color verde oliva? ¿No sabría que eran autoridades del gobierno de Fidel Castro? ¿Desconocía que desde enero de 1959 corren otros tiempos en Cuba?

No, ella no lo ignoraba. Pronto el mundo externo, donde abrió los ojos y creció, se había encargado de hacérselo saber muy bien.

Exacto, los tiempos son otros: Mediante la lucha armada, las fuerzas opositoras, en conjunto, desplazaron del poder, el primero de enero del 1959, a Fulgencio Batista, quien, tras el golpe de estado del 10 de marzo de 1952, se había erigido dictador.

En la última noche de diciembre del 1958, víspera del triunfo insurreccional, Batista logra escapar de Cuba. (Hay cubanos que lo culpan de cuanto ha sucedido hasta hoy en la Isla: unos, por el golpe de estado; otros, por huir).

Lo indiscutible es que Fidel Castro –el más astuto y famoso de todos los caudillos opositores— aparece en La Habana ocho días después de la fuga del dictador. Otros, primero, le allanaron el camino.

Cuba continuaría gobernada “como un campamento”, al decir de José Martí; de “a Pepe co...nes”, como dice el pueblo. Los cambios ocurrían de manera atropellada, con desatino eufórico, con premura. El fin lo justificaba todo. El proyecto de una nueva Cuba, supuestamente mejor, se iniciaba.

La “nueva sociedad”

No fue un simple juego de palabras con las compañías petroleras foráneas, cuando el Nuevo Poder dijo: “Esto no puede Shell, porque Texaco de aquí”.

Desde Mamita Yunai –United Fruit Company— y Calixto Kilowatts –Cuban Electric Company—hasta los “chinchales” y “timbiriches” de “Pepe el Globero “, eran intervenidos y nacionalizados, en nombre del pueblo y para el pueblo, de Su Revolución. Fue el tremendo negociazo del siglo, aunque se arruinara después por insostenible.

El debutante Estado Revolucionario se apoderaba de todas las riquezas, las propiedades de grandes y pequeños, sin dejar espacio alguno para nadie, fueran extranjeros o –lo peor— cubanos. Centralizaba, con voracidad, todo el poder económico y político del país.

No hubiese sido tan funesto si, al menos, la “nueva sociedad” funcionara con la misma o con más eficiencia que la anterior, y dentro de ciertos márgenes tradicionales de libertad ciudadana, de democracia. Pero no fue así, nunca más.

Es la Revolución: se dijo desde aquel enero. Y si la Isla no evolucionaba para bien, de todas formas, otras serían las reglas del juego en lo sucesivo. Y así, sí fue.

Nuevos códigos comenzaron a regir: a las damas y caballeros, se les llamó camaradas o compañeros; al libertinaje, liberación; a la chusmería, folklore; al ejército, pueblo uniformado; a los criterios discordantes, diversionismo ideológico; a la pluralidad, contrarrevolución, gusanería; al paredón, justicia...

En “una cuestión de principios” se convirtió aquella parafernalia lexicográfica –reflejo de un mundo despótico que emergía con ímpetu— inoculada por medio de los perennes discursos y consignas que copaban la comunicación oral y los mass media:

“Silencio, El Enemigo escucha” es el slogan (de moda entonces; antes, lo utilizó Mussolini) que mejor define aquella época incipiente en el fomento de la intriga y la desconfianza: excelente caldo de cultivo para enfrentarnos unos a otros, hasta el fin de los tiempos.

Sí, El Enemigo estaba dondequiera: en la familia, en los vecinos, en los centros de trabajo, en las calles, en las escuelas, en la prensa, en la iglesia, en quienes se fueron, en quienes se quedaron, incluso, entre los combatientes que hicieron posible aquellos primeros días, aquellos instantes volátiles, de la dulce y añorada libertad.

Pero resultaba poco. La Gran Revolución de un país tan pequeño precisaba que otro país –bien grandote— fuera su Gran Enemigo. Así mayor sería la fama, la gloria, la trascendencia, el barullo, dentro y fuera de la diminuta isla caribeña, la ‘revolocionaria’.

Y El Enemigo ideal, duradero –para mantenernos en vilo—, siempre estaría a mano, a tan sólo 90 millas, pues las grandes transformaciones geológicas, los cataclismos, ocurren sólo en millones de años. El Gran Enemigo –causante de todos nuestros males, justificación de toda incompetencia, responsable de cuanta injusticia se cometiera— sería el Norte Revuelto y Brutal, el gigantesco Goliat, el Imperialismo yanqui, en fin, los Estados Unidos de América.

El discurso político se tornó fanfarrón; bravucona, la diplomacia; injerencista, la proyección internacional, bajo el disfraz del internacionalismo y la solidaridad.

Quien se atreviera a discrepar, dentro o fuera de Cuba, era catalogado –sin matices, ni contemplaciones— como un agente al servicio de la CIA, mercenario del Imperalismo yanqui, un gusano traidor a la patria.

El Enemigo es, desde entonces, quien no piense, se exprese o actúe, exactamente igual a lo que decrete el gobierno de la Isla:

Nadie, o casi nadie, imaginó lo que, en nombre de la Revolución, se avecinaba. Y quienes se dieron cuenta, prefirieron plegarse o abandonar el país. Otros, por oponerse o emitir criterios divergentes, terminaron tras las rejas por muchos años, fusilados o ¡sabrá Dios!

De la Revolución a la dictadura

Aunque –justo es reconocerlo—, el Nuevo Poder lo advirtió a su manera, solapadamente: Mientras la Revolución no cumplimentara sus propósitos apremiantes y proyectos esenciales, no se efectuarían elecciones, ¿para qué?

Y, ¿por qué no?

Era obvio el respaldo popular –mayoritario— a la Revolución, y el momento histórico, favorable a los nuevos ‘mandantes’: Predominaba el rechazo al recién caído gobierno dictatorial de Batista y al pasado politiquero de la aún joven república cubana.

No, la llamada Revolución no necesitaba negarse a realizar elecciones dentro de un tiempo corto, limitado, cuando el país no corriera riesgos de un estado de desgobierno temporal.

Esa rotunda negativa fue, quizás, la mayor de todas las primeras “revelaciones” inquietantes: delataba un proyecto oculto, ajeno al que movió a tantos cubanos hacia el combate. Sobre el joven proceso revolucionario caía, con razón, el estigma de la antidemocracia, de un poder impuesto –similar a su antecesor—, asumido por la fuerza, manu militari, dado su prematuro involucionismo.

Pronto, en lo sucesivo, las intenciones subyacentes emergieron:

La Revolución Social se convirtió en un fenómeno indefinido, en un gobierno vitalicio, totalitario. Aun, contradiciendo los propios argumentos teóricos que el máximo jerarca cubano emitiera durante uno de sus periplos iniciales por Latinoamérica:

Como respuesta a un listo observador extranjero, el mandatario cubano aseguró, en aquella oportunidad, que cuando la Revolución Social concluyera, vendría la Revolución Infinita: la Revolución Científica.

Pero, por fin, ¿cuál es la eterna?

Luego de quince años en el poder, Castro inventó la Asamblea Nacional del Poder Popular; hizo, a su modo, lo que tan sólo durante seis años urdió Batista, en su momento, mediante los paripés electorales del ’54 y del ’58. Ambos, con el propósito de preservar la tiranía.

Pero durante la farsa electoral batistiana, no pocos cubanos se abstuvieron de votar, preservando limpias y bien guardadas sus cédulas: Supieron contener mejor su miedo, entonces, hacia el bien llamado Monstruo Horrendo, que luego, contra el Big Brother.

Epílogo de los años

A la distancia de casi medio siglo, poco ha variado el rasgo esencial de aquellos primeros desatinos de enero. Pero se le añade un país sumergido en el desastre completo, en la mayor de las calamidades registradas por la historia de la Isla.

El futuro prometido se evidencia inaccesible, incorpóreo, y la apología de una sociedad virtual se torna cada vez más absurda e insoportable, ofensiva a la inteligencia ciudadana.

La desmedida idolatría, el culto a la personalidad –antimarxista, según preconiza esa ideología, por cierto—, han convertido a Cuba en un anacronismo, en una especie de feudo medieval, de finquita privada –Birán—, dentro del Siglo XXI y del Tercer Milenio.

A simple vista, aún ante los observadores más desentendidos, resalta la aridez espiritual, la pérdida de valores humanos, la vulgarización de la conducta, el deterioro moral, el hastío cotidiano, el miedo al entorno presente y al que sobreviene, la marginalidad y pobreza generalizadas: señales de profunda crisis y decadencia social.

Sí, los tiempos son otros —petrificados, desgastadores—, aunque ya hace rato que los policías han vuelto a vestirse de azul, como en el batistato... y hasta pueden, también, golpear. El abuso, la impunidad, también afloran con desfachatez a la vista pública mediante Brigadas de Respuesta Rápida y Mítines de Repudio destinados a intimidar, ofender y hasta agredir a cuantos discrepen abiertamente.

¿Será por éso que Dalita, la rockera, les gritó batistianos? Pero, ¿por qué no castristas?

Porque casi desde los primeros andares de su infancia, hasta las piruetas iniciales de su adolescencia, Dalita –como todo nativo— fue convenientemente adoctrinada, primero, advertida y amedrentada, después, para la sobrevivencia dentro de la llamada “nueva sociedad”, donde le tocó nacer y crecer: Ella sabía de antemano, gracias al adiestramiento impuesto, que otro apelativo hubiese sido funesto, peor que los golpes.

Así, aunque Dalita se extralimitara al romper el parabrisas del auto patrullero y, su novio, quizás, con alguna rebeldía rockeril, los gendarmes, sorprendidos ante el insólito calificativo, cesaron la paliza contra el muchacho porque se sintieron acusados de un cargo muy grave, indigno para un agente castrista: ¡¿Que ellos no eran fidelistas?! Conocían los riesgos y graves consecuencias de tamaña acusación: ellos, también, habían sido debidamente programados: ¿Quién podría ser esa muchacha rockera tan atrevida?

Lo cierto es que, desde su temprana juventud, tal vez sin proponérselo, Dalita sugirió con una palabra exacta –una sola palabra— lo que a mí me ha costado tantas.

Hizo diana, por partida doble: con la piedra y con la palabra.
 

*Iria González-Rodiles: Periodista Independiente de Cuba Press desde 1995. Sus artículos, escritos desde La Habana, se publicaron  en las páginas WEB de la SIP, RSF,  Nueva Prensa Cubana, Instituto de Economistas Independientes, Cubaencuentro, etc. También aparecen publicados en el New Herald, Diario de las Américas, Revisa Hispano Cubana y Nueva Prensa Cubana. Desde Suiza,  ha escrito para las páginas WEB de La Nueva Cuba, NotiCuba Internacional,  Somos Cubanos y España Liberal, entre muchas otras.