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Artículos
Los cuentos de hadas.
Por Orlando Fondevila
Los cuentos de hadas, cuando somos niños, tienen su encanto y sobre todo
nos ayudan a dormir después del ajetreo del juego. Nos facilitan
apacibles sueños, dorados y rosados sueños.
Las ilusiones infantiles, hermosas en su candor, hacen sonreír
tiernamente a los mayores. Por ejemplo, esas entusiastas y niñas
respuestas a la socorrida y tonta pregunta ¿qué vas a ser cuando seas
grande?
¿Y los milagros? ¡Ah, los milagros! ¿Quién alguna vez no ha creído o
esperado algún milagro?
Pero desgraciadamente, en política, en los asuntos importantes
relacionados con la sociedad y con la vida de las personas, ni existen
los milagros, ni valen los cuentos de hadas, ni tiene utilidad alguna el
candor. Más bien estas cosas hacen daño, crean expectativas infundadas,
nos desmovilizan, nos alejan de las verdaderas soluciones.
Por eso, nos causa intranquilidad que ante el tremendo drama cubano haya
quienes, incluso adornados por reconocidas capacidades intelectuales,
muestren tanto candor, tantas infantiles ilusiones y nos vengan con
cuentecitos de hadas y bobaliconas creencias en milagros. ¡A estas
alturas!
En estos tiempos se ha puesto de moda, en lo que al caso cubano se
refiere, el asco absoluto a la violencia. Sólo un loco se atreve hoy a
defender el empleo de la violencia para resolver nuestros problemas. Y
eso está bien, es una buena moda. Debemos intentarlo todo para que de
manera pacífica, racional, sensata, consigamos alcanzar de una vez
deshacernos del castrismo y podamos emprender el camino de la
reconstrucción nacional. Eso está bien.
Lo que no está bien son los cuentecitos de hadas y la venta de milagros.
Los cubanos tenemos enfrente a un poder descomunal, que cuenta no sólo
con las armas y la voluntad de utilizarlas en su defensa, sino con
aliados de todo tipo, aliados en la desvergüenza ideológica y aliados en
el rastrero oportunismo. Un poder que cuenta, además, con una sociedad
atemorizada, controlada y hundida en la sumisión aprendida y en el
escepticismo.
Hay más. Hay una casta cada vez con más privilegios políticos y
económicos que de ninguna manera parece estar dispuesta a abandonarlos.
Y hay muchísimos y poderosos intereses extraños interesados en obtener
réditos de la situación. Que todo esté tranquilito, que no haya ningún
tipo de violencia, que no haya revueltas ni estallidos sociales. Nada.
Tieso y tranquilo todo el mundo. A esperar milagros. A volver
intelectualmente a las edades infantiles de los cuentecitos de hadas.
Nada de violencias, ni un pequeño pescozón siquiera. Ahí están, nos
dicen, los ejemplos de Ghandi y de Luther King. Sólo que no nos dicen
que, primero, la dominación inglesa en la India y la falta de derechos
civiles en Estados Unidos nada tienen que ver con la dominación
totalitaria y la falta de derechos en la Cuba de Castro. Ahí está el
ejemplo de la transición española, nos dicen, pero no nos dicen que en
España se pudo ir de la ley a la ley, porque en España había ley y había
instituciones, mientras en Cuba más bien hay que ir de la nada a la ley.
Nos dicen que miremos a las transiciones en la extinta URSS y en la
Europa del Este, pero nada nos dicen de las diferencias entre ellas, de
las distintas ( o asimétricas, como dicen los inteligentes) historias y
problemas, y sobre todo de que no queremos una transición en la que,
como en la URSS y en algunos de los otros países del “socialismo real”,
los antiguos poderosos del totalitarismo sigan siendo los nuevos
poderosos en la transición. Para esas viandas no necesitamos alforjas.
Queremos y necesitamos una transición de verdad.
Nadie quiere violencia innecesaria. Nadie clama por venganzas inútiles.
Nadie quiere caos. Pero en primer lugar se supone que lo que no queremos
los cubanos amantes de la libertad y la justicia es más castrismo.
¿Recetas blandas, diálogo, absoluto pacifismo y tolerancia, civismo,
ponernos de acuerdo sobre el futuro? Claro que sí. Mas en esta pelea ya
tan larga y ominosa no todo depende de nosotros. Nosotros no tenemos el
poder. Nosotros queremos cambiar el poder y restituir los derechos a los
ciudadanos. No es lícito, ni inteligente, ni decente sembrar esperanzas
infundadas en milagros o en cuentecitos de hadas. La sociedad funciona,
ha funcionado siempre de acuerdo a ciertos códigos que aunque pueden
variar según las circunstancias en cada caso, nunca obedecen a nuestros
personales deseos, por bien intencionados que estos sean. Confiar en
bellos cuentecitos o en salvadores milagros, o peor, hacer que los demás
lo hagan es, en la situación de Cuba, políticamente hablando, un crimen.
¿O es que alguien cree realmente que la libertad nos vendrá dada
graciosamente en razón de nuestro candor, de nuestras impolutas
condiciones éticas y de nuestra bondad?
¿ Dependerá nuestra libertad de las oraciones del Papa, o de las “buenas
intenciones de Su Toda Santidad Bartolomeo, o de nuestras peticiones a
Obatalá?
Es admirable el pacifismo de Biscet, de Marta Beatriz, de Vázquez
Portal, de Raúl Rivero. Claro que lo es, pero ya vemos como ha sido
contestado por el poder. La actitud de estos hombres y mujeres es sin
duda parte de nuestro acervo ético, por lo demás en crisis. Y es claro
también que, con sabiduría, debemos considerar todo un abanico de
opciones. Pacíficas, sí, pero sin ascos por principio a lo que la
dinámica de los acontecimientos puede precisar.
Pacíficos sí, pero –discúlpenme la palabra- no comemierdas.
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